Esta historia comenzó...
en noviembre de 2014. Por aquel entonces iba de voluntario a un refugio para sacar de paseo a perros abandonados. Un día me enteré de que había una camada de cachorros; estaban en casas de acogida por ser muy pequeños y en el refugio podían morir de alguna enfermedad contagiosa. Días más tarde, la novia de un gran amigo mío adoptó a uno de ellos. Eran cruces de mastín y (probablemente) labrador. De aquella camada yo me enamoré de uno negro con las cejas, el pecho y el morro de color marrón fuego. Era precioso, y seguía sin dueño. Uno de esos días llovió muchísimo. Yo iba llegando a casa y, justo antes de que cayese la tormenta, vi a un cachorro debajo de un coche. Una vecina de mi barrio me dijo que me lo llevase a casa, que era de los okupas que vivían frente al descampado que hay cerca de mi casa, y que ellos no lo cuidaban bien. Estuve a punto de hacerle caso, pero mi madre, por aquel entonces, no quería animales en casa, así que, por no tener una discusión, decidí dejarlo en el portal de los okupas. Jamás volví a ver a aquel cachorro, aunque, tras contárselo a mi madre, ella me dejó caer que si lo hubiese traído a casa se habría quedado con nosotros. Aquello me hizo pensar que mi sueño de tener un perro podía ser posible.